Su hijo mayor, Jim, tenía entonces diez años, y fue a trabajar en un horno de ladrillos, a acarrear arena y volcarla en los moldes, y dar vuelta los ladrillos para secarlos al sol. Este niño Jim no tuvo jamás oportunidad de educarse. Pero con su humor de irlandés poseía especial talante para gustar a la gente, de modo que entró en la política y al pasar los años logró una pasmosa capacidad para recordar nombres ajenos.
Jamás asistió a una escuela secundaria; pero antes de cumplir los 46 años de edad cuatro universidades le habían   acordado   grados   honorarios,   había   asumido   la   presidencia   del   comité   nacional   del   Partido Demócrata, y el cargo de Director General de Correos de los Estados Unidos.
Yo  entrevisté  una  vez  a  Jim  Farley,  y  le  pedí  el  secreto  de sus triunfos.  "Trabajar  mucho",  me  dijo, y le contesté: "No haga bromas".
Entonces   me   preguntó   cuál   era,   a   mi   juicio,   la   razón   de   sus   triunfos.   "Entiendo   - respondí -   que recuerda usted el nombre de pila de diez mil personas."
"No. Se equivoca usted - repuso Farley -. Recuerdo el nombre de pila de cincuenta mil personas."
Es  preciso  tener  presente  esto.  Tal  habilidad  ayudó  al  Sr.  Farley  a  llevar  a  Franklin  D.  Roosevelt  a  la Casa Blanca.
Durante  los  años  en  que  Jim  Farley  trabajaba  como  vendedor  viajero  y  durante  los  años  en  que  ocupó un cargo municipal en Stony Point, perfeccionó un sistema para recordar nombres.
Al  principio  era  muy  sencillo.  Cada  vez  que  conocía  a  una  persona  averiguaba  su  nombre  completo, su  familia,   sus  ocupaciones,   y  el  matiz   de  sus  opiniones   políticas.  Tenía  todos  estos   hechos  en  la memoria,  y  cuando  volvía  a  encontrarse  con  el  mismo  hombre,  aunque  fuera  al  cabo  de  un  año,  podía darle  una  palmada  en  la  espalda,  preguntarle  por  su  esposa  e  hijos,  y  por  las  plantas  de  su  jardín.  No extraña, pues, que consiguiera muchos partidarios.
Durante   varios   meses,   antes   de   empezar   la   campaña   presidencial   del   Sr.   Roosevelt,   Jim   Farley escribió   centenares  de  cartas  por  día  a  personas  residentes  en  toda  la  extensión  de  los  estados  del oeste  y  del  noroeste.  Luego  subió  a  un  tren  y  durante  diecinueve  días  recorrió  doce  mil  millas  en  veinte estados,  viajando  en  tren,  coche,  automóvil  y  canoa.  Solía  llegar  a  una  aldea,  reunirse  con  un  grupo  de personas   para  el  desayuno,   el  almuerzo,   el  té  o  la  comida,   y  conversar   con  ellas,  francamente,   llanamente. Luego emprendía otra etapa de su viaje.
Tan  pronto  como  estuvo  de  regreso  en  el  este  escribió  a  un  hombre  de  cada  población  que  había visitado,  para  pedirle  una  lista  de  todas  las  personas  con  quienes  había  hablado  en  cada  ocasión.  La lista  final  tenía  miles  y miles  de nombres;  y a cada  persona  de esta  lista  Farley  rindió  el sutil  agasajo  de enviarle   una  carta  personal.   Una  carta  personal   del  gran  personaje,   que  la  dirigía  a  "Querido   Bill"  o "Querida Jane", y firmaba simplemente "Jim".
Jim  Farley  descubrió  al  principio  de  su  vida  que  el  común  de  los  hombres  se  interesa  más  por  su propio  nombre  que  por  todos  los  demás  de  la  tierra.  Si  se  recuerda  ese  nombre  y  se  lo  pronuncia  con frecuencia,  se  ha  rendido  a  su  dueño  un  halago  sutil  y  muy  efectivo.  Pero  si se olvida  o se escribe  mal ese  nombre,  queda  uno  en  gran  desventaja.  Por  ejemplo,  yo  organicé  cierta  vez  en  París  un  concurso de  oratoria,  y  envié  circulares  a  todos  los  norteamericanos  que  residían  en  la  ciudad.  Las  dactilógrafas francesas,   con  poco  conocimiento   de  inglés,  escribieron  los  nombres,  y,  naturalmente,   cometieron  muchos  errores.   Un  hombre,   gerente   de  un  gran  banco  norteamericano   en  París,  me  escribió  una  carta furiosa porque su nombre estaba mal escrito.
A  veces  es  difícil  recordar  un  nombre,  en  especial  si  es  extranjero  y  difícil.  Hay  personas  que  en  lugar de  tomarse  el  trabajo  de  irítentar  aprenderlo,  deciden  ignorarlo,  o  llaman  a  esa  persona  por  un  apodo más  fácil.  Sid  Levy  visitaba  a  un  cliente  cuyo  nombre  era  Nicodemus  Papadoulos.  Todos  lo  llamaban "Nick". Levy nos contó:
- Hice el esfuerzo  especial  de aprender  el nombre,  y pronunciarlo  varias veces a solas, antes de ir a verlo. Cuando lo saludé llamándolo por su nombre completo: "Buenas tardes, señor Nicodemus Papadoulos", el hombre quedó asombrado.  Durante lo que parecieron  varios minutos no me respondió nada. Por último, con lágrimas  corriéndole  por las mejillas,  me dijo:  "Señor  Levy,  en los quince  años  que  llevo  viviendo  en este  país, nadie había hecho nunca el esfuerzo de llamarme por mi nombre completo".
¿Cuál fue la razón del triunfo de Andrew Carnegie?  Se le llamaba el Rey del Acero; pero poco era lo que sabía de la fabricación del acero. A sus órdenes trabajaban centenares de personas que conocían de ese tema mucho más que él.
Pero sabía cómo manejar a las personas, y esto fue lo que lo enriqueció. Al comenzar su vida demostró sus dones  para  la  organización,  su  genio  como  dirigente.  Cuando  tenía  diez  años  ya  había  descubierto  la asombrosa importancia que atribuye la gente a sus propios nombres. Y utilizó ese descubrimiento para obtener cooperación. Por ejemplo: De niño, allá en Escocia, cazó una coneja. Bien pronto tuvo toda una cría de conejitos... y nada con que alimentarlos. Pero se le ocurrió una idea brillante. Dijo a los niños de la vecindad que si le llevaban trébol y hierbas para alimentar a los conejos bautizaría  a los animalitos  en honor de quienes cooperaban. El plan rindió mágicos resultados; y Carnegie jamás lo olvidó.
Años después ganó millones aplicando la misma psicología a los negocios. Por ejemplo, quería vender rieles de  acero  al  Ferrocarril  de  Pennsylvania.  J.  Edgar  Thomson  era  entonces  presidente  de  ese  ferrocarril.  Y Andrew Carnegie  construyó  en  Pittsburgh  una  enorme  planta  de  altos  hornos a la que puso el nombre de "Edgar Thomson Trabajos de Acero".
No es difícil adivinar a quién se hizo el pedido cuando el Ferrocarril de Pennsylvania necesitó rieles de acero. Cuando Carnegie y George Pullman trabajaban  por lograr la supremacía en la venta de vagones dormitorios, el Rey del Acero volvió a recordar la lección de los conejos.
La empresa Central de Transportación  en la cual dominaba Andrew Carnegie, luchaba contra la compañía en que dominaba  Pullman.  Las dos empresas  pugnaban  por proveer  de vagones dormitorios al Ferrocarril Unión Pacífico: rebajaban  los precios, y destruían toda probabilidad de beneficio para la firma que obtuviera el negocio. Carnegie y Pullman habían ido a Nueva York para ver, cada uno por su cuenta, al directorio del ferrocarril. Una noche se encontraron en el Hotel St. Nicholas y Carnegie dijo:
-Buenas noches, Sr. Pullman. ¿No le parece que es tamos procediendo como un par de tontos?
-¿Por qué?
Entonces  Carnegie  expresó  las  ideas  que  tenía:  una  fusión  de  las  dos  empresas.  Habló  con  enorme optimismo de las ventajas mutuas que se desprenderían de la cooperación, en lugar de la pugna, entre los dos intereses.
Pullman escuchó atentamente, pero no quedó del todo convencido. Por fin preguntó:
-¿Qué nombre tendría la nueva firma?
-Pues, la Pullman Palace Car Company, por supuesto. Se le iluminó el rostro a Pullman.
-Venga a mi habitación - dijo -. Vamos a conversar del asunto.
Esa conversación hizo historia en la industria de los Estados Unidos.
Esta  política  de  Andrew  Carnegie,  de  recordar  y honrar los nombres  de sus amigos y allegados,  fue uno de  sus  secretos  mejores.  Señalaba  con  orgullo  el  hecho  de  que  recordaba  y  llamaba  por  su  nombre  de pila  a  muchos  de  sus  obreros;  y  se  vanagloriaba  de  que,  cuando  tuvo  personalmente  a su cargo  los altos hornos, jamás se declaró en ellos una huelga.
Benton   Love,   presidente   del   Banco   Texas   Commerce   Bancshares,   cree   que   cuanto   mayor   es   una corporación, más fría se vuelve.
-Un modo de darle calidez  - dice -,  es  recordar  los  nombres  de  la  gente. El ejecutivo que me dice que no puede  recordar  nombres,  me  está  diciendo  que  no  puede  recordar  una  parte  importante  de  su  trabajo,  y está operando sobre arenas movedizas.
Karen  Kirsch,  de  Ranchos  Palos  Verdes,  California.  asistente  de  vuelo  de  la  TWA, se hizo la costumbre de  aprender  la mayor  cantidad  posible  de  nombres  de  los  pasajeros  a los  que  debía  atender,  y usar  esos nombres  al  servirles.  Esto  dio  por  resultado  muchas  felicitaciones  a  su  servicio,  tanto  a  ella  como  a  su aerolínea.   Un  pasajero   escribió:   "Desde   hace  un  tiempo  no  usaba  la  TWA  para  mis  viajes,  pero  en adelante   no   pienso   viajar   por   otra   compañía.   Me   han   hecho   sentir   que   son   una   compañía   muy personalizada, y eso es importante para mí".
Las  personas  sienten  tanto  orgullo  por  sus  apellidos,  que tratan de perpetuarlos  a cualquier  costa. Hasta el  viejo  P.  T.  Barnum,  tan  mundano,  tan  rudo,  decepcionado  porque  no  tenía  hijos  que  conservaran  su apellido, ofreció a su nieto, C. H. Seeley, veinticinco mil dólares si se agregaba el nombre de Barnum.
Durante  siglos  los nobles  y magnates  mantuvieron  a artistas,  músicos  y escritores,  con tal que éstos  les dedicaran sus creaciones.
Bibliotecas  y  museos  deben  sus  más  ricas  colecciones  a  personas  que  no  pueden  allanarse  a  pensar que  sus  nombres  desaparezcan  del  recuerdo  de  la  humanidad.  La  Biblioteca  Pública  de  Nueva  York  tiene colecciones  Astor  y  Lenox.  El  Museo  Metropolitano  perpetúa  los  nombres  de  Benjamin  Altman  y  J.  P. Morgan.  Y  casi  todas  las  iglesias  se  ven  embellecidas  por  ventanales  que  conmemoran  los  nombres  de los  donantes.  Muchos  de  los  edificios  en  la  mayoría  de  las  universidades  llevan  los  nombres  de  quienes contribuyeron con donaciones para su construcción.
La  mayoría  de  la  gente  no  recuerda  nombres  por  la  sencilla  razón  de  que  no  dedican  el  tiempo  y  la energía  - necesarios  para  concentrar  y  repetir  y  fijar  nombres  indeleblemente  en  la  memoria.  Se  disculpan diciendo que están demasiado ocupados.
Pero  seguramente  no  lo  están  más  que  Franklin  D.  Roosevelt,  quien  dedicaba  mucho  tiempo  a  recordar hasta los nombres de los mecánicos con quienes entraba en contacto.
Un  ejemplo.  La  organización  Chrysler  construyó  un  automóvil  especial  para  el  Sr.  Roosevelt,  que  no podía  usar  un  auto  corriente  por  tener  paralizadas   las  piernas.  W.  F.  Chamberlain   y  un  mecánico  lo entregaron en la Casa Blanca. Tengo a la vista una carta del Sr. Chamberlain que relata su experiencia.
"Enseñé  al  Sr.  Roosevelt   - dice  la  carta -  cómo  se  maneja  un automóvil,  con muchos  detalles  inusitados; pero él me enseñó mucho acerca del arte de tratar con la gente.
"Cuando  lo visité en la Casa Blanca,  el presidente  se mostró  muy simpático  y animoso.  Me llamó por mi nombre, me hizo sentir cómodo, y me impresionó  particularmente  por el hecho de que estaba vitalmente interesado en las cosas que yo le mostraba y de las que le hablaba. El automóvil estaba construido de manera que se lo pudiera manejar exclusivamente  con las manos. Una multitud se reunió para mirar el coche, y el presidente dijo: "Creo que es maravilloso.  Todo lo que hay que hacer es tocar un botón y empieza a andar, y se lo puede  dirigir  sin  esfuerzo.  Es  notable.  No  sé  cómo  lo  han  podido  hacer.  Me  encantaría  tener  tiempo  para desarmarlo y ver cómo funciona".
"Cuando los amigos y allegados  del presidente  admiraron la máquina, el Sr. Roosevelt dijo en mi presencia:
"Sr. Chamberlain, le aseguro que aprecio sobremanera todo el tiempo y los esfuerzos que ha dedicado usted a producir  este  coche.  Es  espléndido".  Admiró  el  radiador,  el  espejo  retrospectivo  especial,  el  reloj,  el  faro especial,  el  tapizado,  la  posición  del  asiento  del  conductor,  las  valijas  especiales  en  el  compartimiento  de equipajes, con sus iniciales en cada una. En otras palabras, notó todos los detalles que, según sabía él, me habían preocupado  mas. Se esforzó por hacer notar todos esos detalles a la Sra. de Roosevelt, a la secretaria de  Trabajo,  Srta.  Perkins,  y  a  su  secretario.  Hasta  hizo  participar  del  episodio  al  viejo  portero  de  la  Casa Blanca, a quien comunicó: "George, tendrás que cuidar especialmente esas valijas".
"Terminada  la lección  que le di para manejar  el coche, el presidente se volvió hacia mí y dijo: "Bueno, Sr. Chamó erlain, hace treinta minutos que hago esperar a la junta de Reserva  Federal. Creo que haría bien en volver a mi trabajo".
"Yo  había llevado un mecánico a la Casa Blanca, y al llegar lo presenté al Sr. Roosevelt.  No habló con el presidente,  quien sólo una vez oyó pronunciar  su nombre. Era un mozo tímido, y se mantuvo alejado de los demás. Pero antes de retirarse el presidente buscó  al mecánico, le dio la mano, lo llamó por su nombre, y le agradeció  haber  ido  a  Washington.  Su  agradecimiento  no  tenía  nada  de  una  falsa  cortesía.  Decía  lo  que sentía.
"Pocos  días  después  de  regresar  a  Nueva  York  recibí  una  fotografía  del  presidente  Roosevelt,  con  su autógrafo y una cartita de agradecimiento. No sé cómo tiene tiempo para estas cosas."
Franklin  D. Roosevelt  sabía que uno de los medios más sencillos,  mas evidentes  y más importantes  para conquistar  buena  voluntad  es  el  de  recordar  nombres  y  hacer que los demás se sientan importantes.  Pero, ¿cuántos de nosotros hacemos lo mismo?
Cuando nos presentan a un extraño, conversamos con él unos minutos y generalmente no recordamos ya su nombre cuando nos despedimos.
Una  de  las  primeras  lecciones  que  aprende  un  político  es  ésta:  "Recordar  el  nombre  de  un  elector  es cualidad de estadista. Olvidarlo equivale a ir al olvido político".
Y la capacidad para recordar nombres es casi tan importante en los negocios y los contactos sociales como en la política.
Napoleón III, emperador de Francia y sobrino del gran Napoleón, se envanecía de que, a pesar de todos sus deberes reales, recordaba el nombre de todas las personas a quienes conocía.
¿Su técnica?  Muy sencilla.  Si no oía claramente  el nombre,  decía: "Lo siento. No oí bien". Después, si el nombre era poco común, preguntaba cómo se escribía.
Durante  la  conversación  se  tomaba  el  trabajo  de  repetir  varias  veces  el  nombre,  y  trataba  de  asociarlo en la mente con las facciones, la expresión y el aspecto general del interlocutor.
Si  la  persona   era  alguien   de  importancia,   Napoleón   se  tornaba   más  trabajo  aun.  Tan  pronto  como quedaba   a  solas   escribía   ese   nombre   en  un  papel,   lo  miraba,   se  concentraba   en  él,  lo  fijaba   con seguridad   en  la  mente,   y  rompía   después   el  papel.  De  esta  manera  se  formaba  la  impresión  visual, además de la impresión auditiva, del nombre.
Todo   esto   requiere   tiempo,   pero   "los   buenos   modales   - dijo   Emerson -   se hacen   de   pequeños sacrificios".
La   importancia   de   recordar   y   usar   nombres   no   es   sólo   prerrogativa   de   reyes   y   ejecutivos   de corporaciones.   Nos   puede   servir   a   todos.   Ken   Nottingham,   un   empleado   de   la   General   Motors   en Indiana,  solía  almorzar  en  la  cafetería  de  la  compañía.  Notó  que  la  mujer  que  trabajaba  en  el  mostrador siempre tenía mal ceño.
-Hacía  dos  horas  que  estaba  haciendo  emparedados,  y  yo  no  era  sino  un  emparedado  más  para  ella.
Pesó  el  jamón  en  una  pequeña  balanza,  agregó  una  hoja  de  lechuga  y un plato  con un puñado  de papas fritas.
"Al  día  siguiente,  hice  la  misma  cola.  La  misma  mujer,  el mismo  mal ceño.  La única  diferencia  fue que me  fijé  en  la  etiqueta  con  su  nombre  en  el  delantal.  Le  sonreí  y le dije: "hola,  Eunice",  y después  le pedí el  emparedado  que  quería.  Pues  bien,  la  mujer  se  olvidó  de  la  balanza,  puso  una  pila  de  fetas  de jamón, tres hojas de lechuga, y una montaña de papas fritas que se me caían del plato."
Deberíamos   tener   presente   la   magia   que   hay   en   un   nombre,   y comprender   que   es   algo   propio exclusivamente   de  esa  persona,   y  de  nadie  más.  El  nombre   pone  aparte  al  individuo;  lo  hace  sentir único   entre   todos   los   demás.   La   información   que   damos,   o   la   pregunta   que   hacemos,   toma   una importancia  especial  cuando  le  agregamos  el  nombre  de  nuestro  interlocutor.  Desde  la  camarera  hasta el principal ejecutivo de una empresa, el nombre obrará milagros cuando tratarnos con la gente.
REGLA 3
Recuerde que para toda persona, su nombre es el sonido más dulce e importante en cualquier idioma.
Este capitulo es un extracto escrito por Dag Carnegie en 1936 en su libro "COMO GANAR AMIGOS E INFLUIR SOBRE LAS PERSONAS" y fue pasado a formato digital para facilitar la difusión, y con el propósito de que así como usted lo recibió lo pueda hacer llegar a alguien más.
 
 
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